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Cuento: La muerte de Los Tanguiru

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Piruco 1967

Me llamaban Chalolito. A menudo viajaba al bosquecito que siempre me cautivó. Estaba cerca del barrio detrás de la estación de trenes, los queltehues lo anunciaban cuando pasaban por la pampa.

Era como un ritual sacarme los zapatos y adentrarme en un mundo distinto, donde los tupidos árboles a medida que avanzaba, apenas dejaban entrar los rayos del sol; observar los enormes troncos y ver a las tejedoras instalar sus trampas, en donde quedaban prendados los despreocupados insectos.

Con la sensibilidad de mis pies descalzos, noto cualquier movimiento debajo de mis plantas. Abriendo con una ramita, veo un sapito de cuatro ojos, con la misma ramita le acaricio la espalda y él se hace el desapercibido. Apenas me alejo, él salta y se esconde debajo de las hojas.

Más adelante observo a un duendecito que corre y se atraviesa delante mío, veo quilas y troncos y cual arrecife de coral traídos del mar, hay cientos de gargales y changles. Le llevo a mi mamá y los convierte en una rica comida preparada para la noche.

En la cena le cuento a mi Papi lo del duendecito, que me acompaña y siempre me deja en la salida con su cabecita ladeada, él dice que es un Trangolisto, que no me acerque porque me puede torcer. No entendí mucho, pero él no sabe que todos en el bosque me quieren.

Comienza la primavera, el bosque está más activo. Una bandada de Pindas (picaflores) sosteniéndose en el aire, se encuentran deleitándose con el néctar de las flores. Hay copihues, chilcos y notros abriendo sus pistilos para que lleguen al estambre y nazca una nueva semilla, que es como la base de la vida.

Escucho el cantar del agua que corre como esterito, insectos que pasan por encima desafiando la gravedad, surcan sin hundirse. Hay enormes robles donde los Digueñes danzan con la melodía y el gorjeo de las aves.

La tanguiru (zorro) hace días que no se veía, ese día salió. Había tenido sus crías y empezó a buscar comida para recuperarse y amantar a sus hijos. Entró en una acequia. Buscaba ratones hasta que apareció don Pancho con una escopeta, le silbé le grité, no me escuchó. Sólo sentí el estampido: saltó y corrió. Bien eso es, ¡así se hace! le dije y corrí detrás de ella hasta la madriguera. Por la sangre botada, vi que la situación era grave. Introduje una caña hacia el cubil y la puse en mi oído. La sentía quejarse y a los cachorros contentos. Volví triste a mi casa.

Regresé dos días después. Caminé hacia el cubil y observé varios jotes merodeando y sentí el eco del bosque que me decía “M U R I E R O N, MURIeron, murieron”. Introduje la caña, la puse en mi oído, saqué mi chomba y tapé la entrada. Tal vez hice mal, porque no dejé que el bosque actuara por sí solo.

Regresé a mi casa sin ponerme los zapatos, caminando por las piedras del camino, lloré amargamente, provocándome un autosufrimiento por lo que las personas les hacen a los animales.

En casa mi mami se dio cuenta, mis ojos me delataron. No quise comer, me acosté con la bendición y me dormí profundamente. Soñaba, y le contaba en el colegio a la Srta. y mis compañeros. Entre todos hicimos el siguiente petitorio:

 

1. Que no se usarían más escopetas, rifles de balas o aire para causarles daño a los animales o aves

2. Que los niños se opondrían cuando sus mayores les tiren el carro encima a los animales, por el solo hecho de aplastarlos y dejarlos botados en el camino

3. Que los Chuncho, Tucurere, Kilkil, Con-Con, Lechuzas y Búhos, no son aves de mal augurio, por el contrario, hacen exterminio de ratones y mantienen el virus hanta alejado de las casas y son aves preciosas, que no todos han tenido el privilegio de verlas.

De regreso del colegio, veo a los Tanguïru jugando en la pampa. Se habían criado los cachorros casi del porte de su madre. Ella se para de manos y me besa la mejilla. Eso me produjo felicidad y risas: era mi Mami que me despertaba tiernamente. El desayuno estaba listo. Me esperaba una Leuca con Manteca y un café Ciclón calientito.

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