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Mi princesita ya creció

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Concurrí -como todos los días- a dejar a mi hija de 13 años a su escuela. Al ir caminando la abracé, como siempre lo había hecho; hasta que de pronto escuché de ella las palabras que me dejaron petrificado y luego reventaron como una bomba en todo mi ser:

-¡Papá, suéltame! ¡Esto ya no se hace! ¡Qué van a decir mis amigos!-

No podía creer lo que escuchaba de mi pequeña, la misma que -con tanto cariño- hacía dormir en las noches, cantándole canciones de cuna que mi madre me había enseñado en mi niñez. Mi niña linda, a la que le hacía su papa; a la que le daba comida en la boca, simulando un avión con la cuchara; o le daba de la mía cuando cenaba y se sentaba en mis rodillas, a comer conmigo. La misma que conocí antes de tenerla en mis brazos, mi niña chiquitita, la que no me dejaba salir solo o a la que tenía que llevar para todos lados, para que dejara de llorar.

Me costó un mundo darme cuenta del fondo del asunto. Lo que mi niña linda, mi pequeña maravilla, me decía…

-¡Papá, hasta aquí no más llegamos, ya estoy grande!-

Sin más remedio, disimuladamente quité mi brazo de su hombro y caminé… sólo caminé junto a ella, como si nada hubiera escuchado.

Ahora entiendo las horas que pasa hablando por teléfono, chateando en el computador o conectada a Facebook, donde tiene nuevos padres y un sinnúmero de hermanos. Ahora entiendo sus mini-dietas, el aumento de maquillajes en su velador y el cambio de escenografía en su dormitorio…

Afortunadamente, tengo 2 hijos pequeños en casa, que revolucionan mi vida todos los días. Sin ser enteramente displicente o permisivo, ahora sencillamente disfruto de algún juguete tirado en la cocina; de un libro sin tapas o “escrito” con coloridas rayas; de algún peluche volador; de alguna obra de arte dibujada en la pared del comedor; de algún rollo de papel higiénico mojado dentro de la tina; de alguna zapatilla a punto de caer al inodoro o simplemente de una peineta sin dientes de tanto peinar muñecas…

Cuando su madre los regaña por tener un “chiquero” en su pieza, me levanto calladamente y esbozando una sonrisa, les recojo y ordeno sus juguetes o su ropa… ya que de seguro, en un tiempo más, el refrigerador ya no tendrá dibujos de la familia, horarios de clases o listas de colaciones pegadas. El polvo que se junte debajo de las camas, añorará algún calcetín sucio y no muy fragante, algunos lápices rotos, envoltorios de golosinas o alguna muñeca sin ropa o sin cabeza. El mantel de la mesa se hará viejo, esperando que nuevamente se limpien las manos en él y por fin el sillón del living tendrá ordenadamente todos sus cojines. Estaré tranquilo, escribiendo algún artículo, preparando alguna clase o leyendo un libro…

Sin embargo, echaré de menos lo más importante: las jugarretas, los gritos y risas de mis pequeños, que -gracias a Dios- aún puedo besar, acariciar, contarles cuentos, revolcarme en el piso en nuestros juegos.

Hasta que nuevamente alguno de ellos me diga:

-¡Papá, suéltame! ¡Qué van a decir mis amigos!-

Jaime Bórquez Zúñiga

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[Nota de la redacción: la foto que ilustra este texto -tomada en algún circo-, tiene mala resolución y está algo desenfocada. Sin embargo, fue incluida a petición del propio columnista. En este caso, sin duda, el texto supera ampliamente a la foto.]

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