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Columna: Las víctimas que no se ven

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Por Eliana Angulo Carrasco, Abogada

Los hijos son distintos entre sí “como los dedos de las manos”. Es por esto que las familias, principalmente los padres, deben responder a las necesidades de cada uno no delegando dicha responsabilidad exclusivamente en otros, como la escuela y la comunidad en general. Tampoco esta tarea debe recaer en solo uno de los progenitores, pues ambos tienen la obligación de responder a ella.

La socialización primaria- que es la aprendida principalmente en el contexto familiar- debería ser capaz de preparar a los niños y niñas para enfrentarse a la socialización secundaria -la escuela y contacto con el mundo exterior-. Los primeros años de vida son cruciales para la entrega de valores, principios, amor y dedicación. Ejercer la paternidad suele ser uno de esos roles que se aprenden en la práctica diaria, equivocándose muchas veces, obviando otras cosas importantes; sin embargo, nunca es tarde para aprender, aún más, es una obligación y un deber entregarle lo mejor a los hijos, pues en el futuro serán ellos los “jueces” de la labor de sus progenitores. La familia a través de la confianza, amor, dedicación y cuidado sigue siendo el crisol desde donde se desarrollan las herramientas (conocidas hoy en día como “factores protectores”) para formar personas con capacidad para enfrentar las adversidades de la vida.

Muchas veces se desconocen los riesgos a los que están expuestos los niños/as, ya sea por falta de atención, cariño, cuidado, lo cual puede verse obstaculizado por el “temor” de los niños ante actitudes agresivas de los padres hacia ellos y hacia la familia en general, aunque esto también se extiende a las actitudes negligentes o ambiguas, que también pueden ser percibidas por los niños como una suerte de agresión pasiva. Estos aspectos suelen englobarse dentro de lo que conocemos como violencia intrafamiliar, ante la cual NO debemos perder de vista que sus propios hijos e hijas son los más afectados, y que esto produce un impedimento para que puedan revelarles cuando alguien les provoca daño o les obliga a actúar en contra de su voluntad.

Un caso extremo de este fenómeno es el abuso sexual de menores, el que afortunadamente está dejando paulatinamente de ser un tema tabú; aún así, queda mucho trabajo por hacer ya que estos delitos siguen ocurriendo y suelen quedar ocultos entre cuatro paredes.

Sabemos que por regla general los agresores sexuales provienen de un ambiente conocido, cercano, muchas veces de un familiar o “amigo”. Diversos autores han demostrado que el 30% son parientes y el 45% conocidos por la familia y no precisamente cumplen con la imagen de un viejo de mala apariencia y desconocido. Una de las grandes diferencias del abuso sexual con la violación es que en el primero existen una serie de actos repetidos en el tiempo, en los cuales el abusador se aprovecha del niño o la niña, impidiendo a través de manipulación y/o amenazas ser descubierto. Este conoce perfectamente cuál es la relación de la niña o del niño con sus padres y cómo puede ganarse la confianza de ellos, hasta tal punto que la víctima duda si sus padres creerán en ella.

Se ha comprobado que, mayoritariamente, la edad del agresor sexual abarca un rango de los 30 a los 50 años. Sin embargo, también hay adolescentes, incluso menores, que lo llevan a cabo en muchos casos reproduciendo su propia victimización.

A través de este pequeño e importante espacio, pretendo poder llegar a muchos adultos y principalmente madres y padres, para que puedan tener en cuenta que lamentablemente este tipo de delitos no solo ocurre en otros lugares “lejanos” o conocidos por su peligrosidad, sino que todos podemos estar expuestos ante la presencia de personas con alteraciones en su salud mental que son difíciles de notar a simple vista.

 

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